Artículo publicado en la revista Gatopardo el día 31 de julio del 2020.
En la colaboración anterior hablamos del modo como el derecho construye realidad al imponer nombres –y con ello consecuencias— a personas y a cosas. En esta ocasión voy a referirme a una función que, estimo, es igualmente significativa. El conjunto de normas y prácticas jurídicas existentes en cada momento constituye a las personas que de diversas maneras crean a unas y a otras. A prácticamente todos los componentes individuales y colectivos de cada sociedad en particular. Lo que el derecho hace, de un modo no siempre evidente, es personificar, dar vida a los sujetos que, desde luego, participarán en el mundo jurídico, pero con base en ello y en ocasiones más allá del derecho, y que tendrán existencia social de una determinada manera.
La personificación llevada a cabo por el derecho es una constante de él y, con él, de la historia de la humanidad. En abstracto, la misma se despliega en varios pasos. Primero, en el hecho mismo de nombrar, sea esto como representación de lo que socialmente ya acontece o como medio para imponer un determinado estado de cosas. Segundo, determinando lo que esa persona es para el derecho, ello mediante la asignación –o negación— de atributos. Tercero, estableciendo la manera en la que los atributos podrán ser desplegados –o no— por la persona y las formas en las que los demás podrán vincularse con ellas. Finalmente, precisando las consecuencias que el actuar o el omitir traerán aparejadas. Ahora, consideremos cada uno de esos aspectos con más detalles.
Por obvio que parezca, no todas las sociedades han constituido a las mismas personas. En el pasado y más allá de lo que hoy nos pueda significar la expresión, era común hablar de imbéciles o estúpidos no como forma de insulto –que también lo era—, sino como un calificativo que servía para identificar a quien era considerado débil o incapaz mental. El sujeto “imbécil” estaba personificado de esa manera, lo cual generaba efectos jurídicos y sociales. Conforme a usos que hoy nos resultan inaceptables, el individuo podía ser tratado de ciertas maneras no solo en términos jurídicos –no disponibilidad de sus propios bienes o no posibilidad de decidir—, sino en las formas de trato social, comúnmente ligadas con el desprecio o la distancia.
Al personificar a alguien de un determinado modo mediante normas generales, las posibilidades normativas del sujeto quedaban fijadas de un modo intrínseco. A la mujer, por ejemplo, se le consideró durante muchos siglos como una mera extensión del hombre. Primero de su padre y luego de su marido y, en algunas comunidades, incluso de los hijos varones en caso de viudez. En esos tiempos, la sola mención de la persona como “mujer” implicaba la condición disminuida, no como mera evocación, sino como una realidad constante, por ejemplo: el no poder vender un bien heredado de sus padres sin los consentimientos indicados, o el no poderse casar sin los permisos requeridos.
Además de la denominación y las posibilidades, la personificación suele traer consigo las consecuencias de los acatamientos y los desconocimientos. Jurídicamente hablando, negociar con un esclavo y no con su dueño, implicaba la nulidad de la operación y, tal vez como medio coactivo para evitar tales operaciones, la pérdida de la cosa o de la libertad. Pero más allá de la consecuencia jurídica, la negociación ilícita solía implicar el desprecio social indeterminado y constante, expresado en la forma “amigo de esclavos” u otra semejante que denotara el repudio hacia la persona –nueva personificación— por su actuar.
Una de las ventajas de comenzar hablando en términos históricos de la personificación, es que existen vestigios en la literatura, el cine o las actuales prácticas sociales, los cuales nos permiten comprender de buena manera lo que aconteció y, en mis ejemplos, lo repudiable de las situaciones entonces vividas. Hablar de mujeres o esclavos para recordar las odiosas prácticas a que estuvieron sometidas, nos hace comprender pronto el significado de las personificaciones correspondientes. Con estas referencias, paso a considerar lo que actualmente sucede. Las situaciones que por estarse desplegando ante nuestros ojos cotidianamente, no son menos asequibles.
Si damos una mirada rápida sobre lo que suele llamarse el orden jurídico actual de cualquier país, encontraremos un amplísimo despliegue de personas. Identificaremos compradores, vendedores, padres o madres de familia, hijos, jueces, sentenciados, presos, discapacitados, ancianos, niños, sociedades anónimas, bancos, la Ciudad de México, el ayuntamiento de Tepoztlán, la Federación Mexicana de Futbol o la de Judo, entre otras muchas posibilidades. ¿Qué es lo común a todas ellas? Que el orden jurídico les concede existencia para ser sujetos de derechos, obligaciones o facultades o, lo que aquí es igual, para participar en la creación o aplicación de normas jurídicas. El lector atento se preguntará cómo es posible que sea persona tanto un niño como una asociación, si resulta evidente que ni uno ni otra pueden actuar por sí mismos, como tales. A ello se responde que el hecho de que sean considerados personas no conlleva que siempre tengan que actuar por sí mismos, pues para eso se prevé la existencia de representantes –otra persona—, que expresen lo conducente para el menor de edad o el conjunto de accionistas para nuestro ejemplo.
Si comparamos la lista resultante de haber cernido el orden jurídico mexicano actual con el criterio “persona” con el existente en, por ejemplo, un reino medieval o un régimen de corte soviético, los resultados serán completamente distintos. Para comenzar con lo obvio, en el primero no habría ni reyes ni soviets, no habría señores feudales ni camaradas. Lo que habría son, si no todas, sí una buena parte de las formas por las que los individuos de nuestro tiempo tratamos de o tenemos que expresarnos de manera respetuosa.
Hoy, por ejemplo, imbécil o estúpido son formas de insulto, pero no categorías jurídicas. El cambio no se produjo prohibiendo la expresión, sino elaborando jurídicamente de una manera completamente distinta a la persona que, por decirlo así, tiene una específica condición psicosocial. La personificación que ahora se hace, busca destacar las posibilidades del individuo y no así sus limitaciones. Actualmente hablamos de personas con discapacidad o de personas con capacidades diferentes, no como mero ejercicio de denominación, sino como manera de expresar la nueva personificación que el derecho asigna a este conjunto de personas. Con base en esa misma manera de constituir sujetos, el uso de expresiones que no reflejen el entendimiento o la aceptación de la nueva persona, acarrean consecuencias sociales, más allá de las estrictamente jurídicas.
Las personificaciones realizadas por el derecho tienen características relevantes. Respecto de un mismo individuo pueden recaer varias de ellas simultáneamente, permanecer, desaparecer modificarse, estar en potencia o actualizarse. Un individuo puede ser menor de edad, estudiante, miembro de un club deportivo, comprador y beneficiario de un sistema de aseguramiento médico. Con el pasar de los años, puede ser padre, empleado y propietario, sin perder ninguna de las calidades que tuvo en su infancia o, por el contrario, haber perdido algunas de ellas. Más allá de las situaciones concretas que la vida le depare a cada cual, lo relevante es que la composición del individuo en tanto persona, es la suma de las muchas personificaciones que el derecho contempla para ser adquiridas o rechazadas.
Hasta ahora he hablado de la persona y de las personificaciones como si fueran elementos dados en los órdenes jurídicos y sociales. Sin embargo, su construcción, mantenimiento o rechazo, en modo alguno tienen un carácter natural. Por el contrario, suelen ser elaboraciones muy complejas que se insertan en las normas jurídicas –o salen de ellas— mediante procesos que, con independencia de su institucionalización, están significados por la violencia que conlleva todo ejercicio de dominación. Empecemos, nuevamente, por lo obvio.
Hasta no hace mucho tiempo, los hijos eran considerados –jurídica y socialmente— como meras extensiones de sus padres. Sujetos que, con base en prácticas sociales o religiosas, les debían obediencia absoluta y estaban destinados a subordinar buena parte de sus decisiones e intereses a aquéllos. La personificación de los niños y las niñas –o de los incapaces— estaba constituida de manera débil, tanto que constituyendo o reflejando, era común llamarlas personitas. Con motivo de los cambios en el derecho internacional y en varias constituciones del mundo, a los menores de edad se les reconoce un “interés superior”. Con ello, el que sus condiciones de vida no estén determinadas sin más por sus padres. Este cambio implica, además del evidente proceso de autonomización, la construcción de una imagen del menor de edad, en tanto sujeto con capacidades para tomar un número mayor de decisiones. Lo que en el fondo de este ejemplo existe, es la nueva personificación del menor de edad. La determinación de que quien no ha cumplido dieciocho años tiene posibilidades propias de decisión.
Los cambios que vengo señalando no son privativos de los individuos en sí mismo considerados. Los mismos alcanzan igualmente a las maneras en las que esos individuos pueden actuar en conjunto. Desde luego es verdad que en el pasado existieron formas de organización que daban lugar a personas jurídicas distintas a las de sus integrantes. Las corporaciones medievales o las compañías de exploración del imperio británico son ejemplos bien conocidos de ello. Sin embargo, en lo que quiero llamar la atención es en el hecho de que actualmente existen formas de personificación mediante las cuales se están tratando de resolver problemas actuales.
Mi ejemplo favorito en este sentido es la sentencia dictada por una corte en la India mediante la cual le asignó el carácter de persona a la cordillera del Himalaya y a todos los recursos y servicios naturales con ellas relacionados –ríos, bosques, pastizales, etc.—. Entiendo que, desde cierta óptica, tal decisión puede estimarse extravagante o incluso metafísica. Tal vez la mera expresión más radical de alguna de las corrientes naturalistas que existen en nuestros días. Sin embargo, el asunto puede ser visto de manera distinta. Lo que la corte india hizo fue personificar un conjunto de bienes y servicios para, de esa manera, darles existencia jurídica y permitir, finalmente, que un representante vele por su conservación y cuidado. A contracorriente de la idea prevaleciente de los parques o zonas naturales resguardadas por el omnipotente gobierno, los jueces de aquel país echaron mano de las viejas fórmulas del common law para resolver un problema presente.
La función personificadora del derecho es esencial para el actuar de la sociedad. Mediante ella, simplemente, se constituyen las entidades que determinan la totalidad de sus posibilidades de comportamiento. Saber a quién se le asignará qué facultad o derecho, quién la va a determinar, a quién se le va a imputar una responsabilidad, a quién se va a proteger. Sin esos elementos, la positividad misma del derecho, su origen y fin en las conductas humanas, serían imposibles. Adicionalmente, las marcas jurídicas constituyen una realidad social. Si no en todo, sí en mucho nos guiamos cotidianamente por lo que el derecho nos indica lo que cada quien es o, si se quiere, nos muestra quién es qué. Con ello señala nuestros límites y nuestras posibilidades en el gran juego social en el que diariamente participamos, querámoslo o no.
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