Artículo publicado en el periódico Milenio, el día 30 de septiembre del 2020.
El Congreso votará en los próximos días la propuesta de reformar 18 leyes y extinguir 54 fideicomisos públicos. Las razones para desaparecerlos, dice la iniciativa, es la “opacidad y discrecionalidad en el uso de los recursos públicos”, la necesidad de contar con fondos adicionales para combatir la pandemia del covid-19 y el asegurar la continuidad de los programas de bienestar social. Con ello, además, se cumple una promesa de campaña del presidente López Obrador.
La iniciativa tiene, a mi juicio, cuatro grandes problemas. Primero, confunde el síntoma con la enfermedad. Un fideicomiso público es una herramienta versátil y muy regulada que permite atender con eficiencia un amplio número de asuntos públicos. Es cierto que algunos pueden tener problemas de diseño u operación, pero eso no hace que esta figura sea intrínsecamente opaca o corrupta.
El segundo que, por ese diagnóstico incorrecto, usa el machete en vez del bisturí. Acabar a rajatabla con todos los fideicomisos daña muy seriamente la capacidad del Estado mexicano de incidir en áreas fundamentales para el país como la ciencia y la tecnología, la cooperación internacional, el cine y la cultura. Tampoco podrá responder con eficacia a situaciones específicas como los desastres naturales, la protección de periodistas y defensores de derechos humanos o la reparación de las víctimas.
El tercer problema es que por atender una situación de corto plazo —la pandemia— se comprometen décadas de esfuerzo en la construcción de instituciones científicas, culturales y de protección de derechos. Lo que hoy se destruye es nada más y nada menos que el futuro. ¿Cómo salir verdaderamente de la pandemia, por ejemplo, sin un financiamiento robusto a la investigación científica?
Finalmente, se trata de una decisión puramente política y totalmente impermeable a la razón. El dictamen contiene las premisas que explican y justifican a muchos de los fideicomisos. Pero concluye, sin argumentos y en una evidente contradicción, que hay que desaparecerlos. El Congreso se mofa del parlamento abierto, deja de ser el lugar de la convicción y se convierte en el espacio de la obediencia incondicional.
En el fondo, lo que busca la iniciativa es controlar políticamente a sectores que, a través de la gobernanza de los fideicomisos, encontraban márgenes de decisión con pluralidad y participación. Eso puede leerse desde el poder como un “privilegio” indebido. Sin embargo, muchos creemos que eran espacios de decisión y corresponsabilidad entre el Estado y las comunidades involucradas.
Los legisladores tienen frente a si una decisión histórica. Tendrán que hacerse cargo tanto de las razones de su decisión como de sus consecuencias. Así es la democracia.
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