Recibo este premio con una sola emoción: una profunda gratitud. Gracias a los miembros del Consejo Editorial de El Mundo del Abogado, quienes han considerado, con generosidad, que mi trayectoria amerita este reconocimiento. Gracias a mi amigo Luis Manuel Pérez de Acha, por sus muy gentiles palabras. Gracias a todas y todos ustedes que nos acompañan en esta ceremonia. Gracias también a las muchas personas que, a lo largo de estos días, se han tomado unos minutos para enviarme congratulaciones, situación que, por cierto, muestra bien la presencia que tiene la revista en nuestro gremio.
El premio que ahora recibo pone de relieve una trayectoria individual. Pero es también, necesariamente, un reconocimiento a una historia colectiva. Nadie logra nada en solitario. Todos somos deudores, tanto de quienes nos formaron, como de las y los colegas que nos han acompañado en el ejercicio profesional y con quienes hemos compartido valores, proyectos, ideales, largas jornadas de trabajo y, también y sin rubor, muchas ocasiones para departir con nuestro buen amigo Baco.
He sido alguien muy afortunado. Me formé en la UNAM, muy particularmente en el seno de su Instituto de Investigaciones Jurídicas, que me acogió siendo aún estudiante de la licenciatura. Ahí, gracias a mis muchos mentores y amigos, entendí que el Derecho podía ser una vocación, una forma de entender la vida.
Siempre he estado rodeado de abogados y abogadas talentosos, comprometidos y honestos. Este reconocimiento se lo debo, cierto, a algunas ideas novedosas que han cruzado por mi cabeza; pero, sobre todo, a que éstas encontraron terreno fértil cuando fueron compartidas, debatidas, enriquecidas y puestas en marcha por quienes me han acompañado a lo largo de mis diferentes responsabilidades como profesor e investigador, como funcionario público y como directivo académico.
Por ello, este premio es también una manera de reconocer una construcción colectiva, que nos ha permitido innovar en el diseño y la operación de diversas instituciones jurídicas, siempre con el ánimo de tener un mejor país, uno que se aproxime a ese ideal que constituye el Estado de Derecho.
El concepto de innovación suele asociarse con el desarrollo tecnológico y las cadenas productivas. Desde esta perspectiva, la innovación parecería distante del mundo jurídico.
Pero el concepto de innovación tiene un sentido más amplio: el de un cambio que introduce novedades a través de la modificación de elementos ya existentes para mejorarlos. En este sentido podemos encontrar en la innovación un campo extraordinariamente fértil para el mundo del Derecho y sus profesionales. Tomaré unos minutos para ejemplificar a qué me refiero.
Una de las grandes deudas que tenemos como profesión es no haber sido capaces de construir un sistema de impartición de justicia “pronta y expedita”, como reza nuestra Constitución. Esto es particularmente grave en materia de justicia penal, donde acumulamos un rezago secular, cargado de injusticia, y muy lejano de los estándares más básicos de derechos humanos.
En 2008 hicimos una gran reforma civilizatoria en esta materia, y sobre elementos ya existentes, dimos forma a un nuevo modelo acusatorio que cambió sustantivamente las coordenadas del anquilosado sistema penal. Pero la implementación de las nuevas instituciones ha sido un camino lento, azaroso, cuando no francamente frustrante. Recientemente, a pesar de la oposición de la mayor parte de los especialistas del gremio jurídico, hemos visto incluso retrocesos graves, como la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa.
A pesar de lo anterior, encuentro que en materia penal hay un enorme espacio para seguir haciendo innovación jurídica. Podemos innovar en la formación de defensores, ministerios públicos y jueces; en la creación de sistemas de gestión inteligente de procesos; en los métodos de argumentación oral; en la estructuración de las sentencias, y de manera más amplia, en la generación de un nuevo entendimiento de la función del proceso penal, que nos aleje de lo que he llamado “la cultura de la cárcel”.
Encuentro que un segundo espacio para la innovación está en los servicios jurídicos. Creo que debemos alejarnos del modelo tradicional del bufete, para imaginar una renovación profunda de la manera en que los prestamos. Hay que ampliarlos, diversificarlos y facilitar su acceso. Lograr que los ciudadanos tengan mecanismos de información que les permitan tener indicadores de calidad, costo y eficiencia, y que puedan optar por una variedad de formas de acercarse a un profesional del Derecho.
Una profesión jurídica robusta, que amplíe e innove en la manera en que presta servicios a la población, especialmente aquella que no tiene acceso a ellos, contribuye a fortalecer el Estado de Derecho, y a generar una nueva cultura jurídica, basada en la legalidad y en el cumplimento de los acuerdos.
Somos testigos de una de las revoluciones del conocimiento más profundas de la humanidad. Las nuevas tecnologías de la información y sus desarrollos —la inteligencia artificial, la minería de grandes cantidades de datos, el aprendizaje de máquina, el inverosímil crecimiento de las capacidades de almacenar y transmitir datos— son, entre otros muchos elementos, los indicadores de que en las próximas décadas veremos cambios muy profundos en las formas de producción de bienes y servicios, en la economía, en la política, en los mercados de trabajo y en la cultura. Y todo esto generará para el Derecho desafíos inéditos.
Hacernos cargo de estos cambios, y de su impacto en todas las áreas del quehacer humano, es un imperativo que nos obliga a modificar nuestra manera de entender y practicar el Derecho, y desde luego, a innovar en todas las dimensiones del quehacer jurídico. Tendremos, por ejemplo, que crear nuevos contratos, donde los elementos del andamiaje jurídico ya no pasan por un sustrato territorial, pues las relaciones se dan en el mundo virtual, en el cual las coordenadas espacio-temporales tradicionales son, por lo menos, inoperantes. Pero también habrá que redoblar esfuerzos para establecer la protección de los derechos fundamentales en este nuevo entorno. Así, entre otros elementos, importa reconocer el derecho de las personas a decidir con base en información plural y verificable, así como asegurar que cuenten con los mecanismos y los procedimientos jurídicos que les permitan conservar y proteger su privacidad y su intimidad.
Permítanme una reflexión final. Vivimos tiempos difíciles para la democracia y sus instituciones. Es un desafío global que incluye, pero trasciende, nuestras fronteras. El problema es que la alternativa —representada en las muchas facetas del populismo— supone modelos de gobierno sin contrapesos ni temporalidades, donde las elecciones no sirven para evaluar, sino para confirmar la “razón” y la fuerza del ganador. El populismo, dice Nadia Urbinati, “representa la celebración del desencanto político: el fin de todas las utopías e idealizaciones”.
Frente a este horizonte, junto con el filósofo mexicano Carlos Pereyra tengo la convicción de que “no hay atajos legítimos en la búsqueda de la equidad social que prescinda de las libertades y derechos que son inherentes a un sistema político democrático”.
Los profesionales del Derecho tenemos una responsabilidad especial en este momento histórico. Nos corresponde asegurar que el Derecho prevalezca sobre el poder, y conducir una “resistencia activa” que actualice y amplíe el ejercicio de los derechos y las libertades. Por eso no podemos quedarnos en la comodidad del discurso “de lo que fue”, sino que necesitamos un ejercicio proactivo, autocrítico e innovador del Derecho.
Así, tenemos que multiplicar los espacios deliberativos, construir condiciones de justicia y equidad, establecer mecanismos para el ejercicio efectivo de todos los derechos, y fortalecer las instituciones, únicas capaces de operar las condiciones del cambio que urge. Las instituciones importan. Hay que decirlo para no olvidarlo.
Muchas gracias.
Sergio López Ayllón
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