Artículo publicado en El Universal, el día 22 de marzo de 2022.
La impartición de justicia ha sido un problema viejo y recurrente en la historia nacional. La banalidad de abogados y juzgadores es conocida desde antaño. También la posibilidad de inclinar indebidamente la balanza con la que ha querido representarse la imparcialidad de la función.
Hablar mal de la impartición de justicia y de quienes la imparten no tiene nada de novedoso. Lo que sí es nuevo, es la forma y el modo como se está haciendo. Las voces de los ciudadanos afectados, los medios de comunicación concernidos o los académicos preocupados, se han sustituido por las de los funcionarios públicos involucrados. Son los propios integrantes de una administración, frente o movimiento, quienes además de acusarse entre sí de actos de corrupción o de ataques personales, hablan del uso que se le está dando al aparato de justicia para perseguirlos o lastimarlos. Una cosa era que el gobierno atacara a sus contrincantes; otra, que los integrantes del gobierno o la misma oposición se agredieran entre sí, y otra más, que éstos estén utilizando a los aparatos gubernamentales para luchar entre sí.
Estas situaciones pueden analizarse desde varios puntos de vista. Por ejemplo, la capacidad de liderazgo del presidente López Obrador, la funcionalidad del proceso que pretende encabezar o la lealtad y compromiso de los colaboradores. Hay sin embargo un ángulo más importante del asunto, en tanto trasciende a los involucrados y más temprano que tarde terminará por afectarnos a todos.
En los dimes y diretes de las últimas semanas han quedado involucradas las personas encargadas de procurar y dictar justicia. También, quienes deben participar en los nombramientos y remociones de esos procuradores e impartidores. Sin dejar de lado a la presunción de inocencia, por razones y motivos diversos, los personajes más importantes de tan fundamentales actividades se han señalado entre sí por actos de corrupción, y por el uso patrimonialista y patrimonial de sus cargos. Unos dicen que otro realizó actos delictivos y para ello aparentemente aprovechó a ministerios públicos o juzgadores. Otros dicen que ello no fue así y que las imputaciones son intentos de atribuirles lo realizado mediante el uso de fiscales, jueces o abogados.
Más allá de su veracidad, las acusaciones y defensas empiezan a constituir un tejido. Como tramas o urdimbres, un entramado de hilos y texturas todavía desdibujados. Empezamos a ver escenas y personajes. Comenzamos a constatar diálogos y relaciones que pronto, seguramente, adquirirán tonalidad y matices. El cuadro final, sin embargo, no será conocido en su totalidad. En esto radica la tragedia de este asunto. Quienes debieran terminar la composición saben que al hacerlo se verían reflejados en ella. Que en sus afanes podrán configurar una escena de sus adversarios, pero que éstos, a su vez, podrán elaborar otra en la que ellos se vean representados. El problema del tejido está en los orígenes de las empresas. Cuando muchas y distintas manos, proyectos e historias fueron convocados para realizar un trabajo aparentemente común, pero sin dirección ni proyecto. Los compromisos iniciales se rompieron. Las alianzas para ser y para estar, para apoyar y ser apoyado, no se mantuvieron. En el enorme y trágico cuadro de la justicia nacional, los principales participantes quieren representar a sus contrincantes sin ser representados por ellos. Quieren mostrarse desde su propia estética y evitar serlo por la de quienes alguna vez fueron sus socios. Lo que no han comprendido es que todos forman parte del mismo tejido y que en él, de una u otra manera, habrán también de quedar plasmados.
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