Artículo publicado en El País, el día 12 de abril del 2021.
El presidente de la República afirma no tener enemigos. Éstos no existen en su amplio y generoso corazón. Acepta tener adversarios políticos y nada más. Sin embargo, como para él todo es política, pronto termina habiendo una confusión intencionada y persistente entre quienes coinciden con él y quienes tienen alguna diferencia con él. Esta condición termina por expresarse en una simple y apretada fórmula binaria: estás conmigo en todo y para siempre, o no lo estás. El “todo y para siempre” no es retórico. Es funcional. No importa lo que se decida o lo que se intente, ni la manera elegida para ejecutarlo. Menos aún las dudas. Se tiene que estar de acuerdo en la larga cadena que va desde la concepción hasta la realización para ser amigo o, tal vez más mínimamente, cercano. De otra manera, se está en el campo de los adversarios.
Desconozco cuáles son las motivaciones de este proceder presidencial. No me refiero, desde luego, a las necesidades evidentes de acumular poder para hacer más cosas y así contar con más adeptos. Aludo a los procesos psicológicos acumulados a lo largo de una vida. A las representaciones que crearon y desde ellos se actualizaron. A las formaciones del ego que llevaron a suponer y suponerse en una realidad y una biografía no solo propia, sino especial. Frente a las incógnitas que este abordaje plantea, lo que sí queda claro son los efectos externalizados de esas huellas. Esto, en la manera de diferenciar a los propios de los extraños, no por las capacidades críticas o resolutivas, sino solo por las lealtades totales. Solo por el saber, o al menos suponer, la devoción completa. La subordinación total y, con ello, el reconocimiento absoluto. Un eslabón más hacia la unanimidad. Hacia ese modo en el que todos, sin excepción alguna y desde lo más profundo del ser de cada cual, reconocen que el sujeto es esférico. Perfectamente esférico. Una totalidad por donde y para lo que se le mire.
Desde esta matriz puede entenderse operativamente la condición presidencial en el reconocimiento de amigos y enemigos. O, en sus palabras, de aliados y adversarios. Ello explica el porqué de las críticas a quien osa señalar algo sobre su comportamiento o el de sus cercanos, porque quienes están con él gozan de sus mismos atributos. De otra manera, no serían parte de él. Ello también demuestra la imposibilidad de que una idea distinta tenga cabida en el mundo de sus ideas. La perfección de lo pensado por él, no puede ser contrastada sino por él mismo.
Todos aquellos que no admitan la existencia de una sola voz –por lo demás moralmente pura y perfectamente plausible—, terminarán siendo adversarios. La expresión busca disimular animadversiones profundas. Con ella se quiere construir un campo en el que todo parece limitarse a la disputa de valores, de ideas o de proyectos. Sin embargo, la búsqueda de unanimidad, de tener que ser reconocido en todo y para todo, hace que las diferencias aparentemente circunscritas a la disputa política terminen por ser personales. Por ello, el adversario no lo es solo en los ámbitos de lo público, sino que terminan asentándose en el privado y en lo interno. El presidente no reclama el que no se coincida con él. Exige el reconocimiento a su persona por vía de sus ideas, sus decisiones y sus leales. De todo aquello que él mismo constituye.
Si lo que acabo de decir fuera equivocado, veríamos un Ejecutivo Federal dispuesto a dialogar con quienes –como es mi caso en varios aspectos— pudieran compartir el diagnóstico presidencial, más no las vías para solucionar los problemas identificados. También podríamos ver un diálogo con quienes tuvieran diagnósticos distintos y, por lo mismo, soluciones diferentes. Igualmente, percibiríamos meros silencios ante quienes pensaran distinto. Sin embargo, lo que a diario presenciamos es la necesidad de confrontar a quienes en diversos tiempos y por variados motivos, no expresan conformidad a lo dicho o hecho, o no guardan un obsecuente silencio.
El proceder presidencial no se realiza para debatir proyectos o posibilidades. Se efectúa para exigir un reconocimiento unánime o para denostar a quienes no lo expresen o adviertan a otros de los peligros o motivaciones de tal exigencia. A diferencia de lo que parecen mostrar las charlas, la cercanía de la cotidianeidad u otras formas semejantes de popularización para hacer público lo privado, en realidad asistimos a un fenómeno exactamente inverso. Estamos presenciando los intentos para privatizar lo público. Para hacer de una persona la medida de todas las cosas. Desde los modos correctos de hablar, los usos válidos de la historia y las maneras de vivir una vida digna. Los intentos de privatización de lo público están en marcha. Apuntan al reconocimiento unánime de la persona. A un momento en el que, finalmente, todos nos percatemos de una sola grandeza. Asistimos a la permanente disputa entre lo público y lo privado, en una nueva y distinta modalidad. Aquella en la que el todo debiera quedar asimilado en el uno.
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