Revista Otros Diálogos, sección ventana, publicación trimestral electrónica de El Colegio de México
No. 12, julio – septiembre 2020. ISSN 2594-0376
Frente a la crisis provocada por el COVID-19, la relación entre el Estado y la ciencia parece volverse más estrecha y mutua, pero esto es sólo de manera superficial. José Ramón Cossío analiza la manera en que interactúan gobierno y ciencia, cómo aquél subordina a ésta como una herramienta de discurso político, y hace un llamado a esgrimir el rigor científico contra la manipulación estatal.
En dos colaboraciones periodísticas recientes he tratado de analizar algunas de las relaciones más importantes entre ciencia y gobierno, desde luego a la luz del virus SARS-CoV-2 y la enfermedad COVID-19 por éste producida. En un primer artículo (El País América, 14 de abril de 2020), elaboré algunas reflexiones a la luz del interesante libro de C.P. Snow, Science and Government, resultado de las Godkin Lectures impartidas en Harvard en diciembre de 1960. Lo que Snow hace, con enorme elegancia y claridad, es analizar lo tratado por dos científicos, antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en sus relaciones con el poder político. Frederick Lindemann, rico, pretencioso y cercano a Churchill, obstaculizó muchas propuestas surgidas de distinguidos científicos, como es el caso del radar, para mantener su estatus en el gabinete e impedir el acceso y la competencia de otros colegas. El segundo personaje, el antagónico a Lindemann, fue Henry Tizard; reconocido por sus competencias técnicas y su asertividad, no pudo entrar de lleno en la discusión de los problemas de la guerra sino hasta que los nazis bombardearon el Reino Unido. Tomando como paradigmáticos los seres y actuares de ambos sujetos, Snow apunta la necesidad de que, en las relaciones con el gobierno, los científicos eviten caer en la fascinación por lo que llama gadgets. Para él, gadget es cualquier tipo de artilugio mecánico, estadístico o gráfico al que se le concedan capacidades para resolver problemas como mera consecuencia de su uso. También llamaba la atención acerca de la necesidad de evitar que el entendimiento y resolución de los problemas se hiciese por pocas personas, sin llevar a cabo discusiones y sin compartir las bases de datos de aquello que estaba siendo diagnosticado o definido.
En la segunda colaboración (El País América, 28 de abril de 2020), busqué exponer las condiciones en las que se realizan las conferencias de prensa del subsecretario López-Gatell para informar acerca de los avances de la pandemia en el territorio nacional. La manera en la que a diario se desarrollan tales ejercicios me recordó el análisis que Roland Barthes hizo, en sus Mitologías, del soldado negro aparecido en la portada de Paris-Match, buscando simbolizar a una Francia grande y única ajena a los descalabros coloniales. En las presentaciones de López-Gatell hay también importantes claves semióticas. Frente a gráficas, utilizando un lenguaje técnico y sus múltiples acepciones, asume —o parece asumir— que la realidad epidemiológica misma está siendo ordenada y domesticada por sus representaciones y sus palabras. Que, desde antes de llegar a México, ya se sabía lo que la pandemia habría de ser. Tanto, que resultaba posible predecir cada una de sus fases no sólo en su parte material sino también, asunto desde luego más complejo, en su fecha prácticamente exacta de llegada y terminación. Lo que este artículo me permitió poner de relieve es que López-Gatell no está haciendo ciencia, sino expresando el entendimiento que tiene el gobierno de las cosas vinculadas con la pandemia, en un lenguaje compuesto de terminología científica.
Concluía en ese trabajo que, por sus condiciones de realización, las conferencias no pueden ser consideradas científicas. Su estructura y objetivo no permiten ni discusión ni, mucho menos, generan posibilidades de refutación. Las bases de datos no son tales, los pares no están convocados y, lo más grave, el cuestionamiento del modelo no sólo no está permitido, sino que, incluso, parece haberse registrado para que no lo sea. Lo que hay es la exposición de un agente gubernamental compartiendo sus datos, insinuando sus modelos y reelaborando con cierta frecuencia bases de medición, escalas y resultados.
La aceptación de los ajustes, desde luego graves por referirse a números de contagiados y muertes, se trivializa con jeringonza academicista. Factores de corrección o de contagio o tasas prácticamente implícitas han aparecido en tales conferencias. La apertura de un espacio controlado y la ausencia de periodistas especializados generan, por una parte, la idea de apertura y, por otra, de cuestionamientos directos que, desde luego, no lo son. Para que el ejercicio fuera científico y no puramente gubernamental, la información emitida y la totalidad de los elementos que le sirvieron de fundamento tendrían que haber sido capturados, analizados, elaborados y presentados de modo científico, para luego ser cuestionados y permitir, de esa manera, ajustes a los datos y métodos iniciales para repetir, de nueva cuenta, el proceso.
La duda o cuestionamiento acerca de si lo que se hace en las conferencias de prensa es gobierno o ciencia, desde luego, no es asunto trivial. No es mero divertimento. La definición correcta de las cosas es fundamental para definir cursos de acción. El primero de ellos tiene que ver con las razones por las que la ciudadanía en general y la comunidad científica en particular tendrían que aceptar como verdad lo expuesto en una conferencia de un servidor público. ¿Qué haría que todos o muchos tuvieran que asumir lo dicho por alguien al servicio de un gobierno que, como cualquier otro, busca preservarse y generar su legitimidad con el propio ejercicio del poder?
El segundo aspecto por considerar tiene que ver con lo que se pretende hacer con la información que el gobierno produce para guiar su actuación y la de la población. Si los datos y conclusiones se logran por el gobierno, es para saber cómo asigna los recursos con que cuenta para enfrentar la pandemia, respecto de quiénes lo hace y los tiempos en que los ejecuta. Si lo que dice el gobierno carece de base científica, es más que evidente que está actuando de manera discrecional en lo político, más allá de que quiera darles revestimiento científico a tales procederes.
El tercer aspecto por considerar tiene que ver con la asignación de las responsabilidades finales. Si el ejercicio completo de gobierno se hace con base en mala ciencia o con base en algo que aparenta ser tal, cuando en realidad lo comunicado y el comunicante son gubernamentales, ¿cuál sería la responsabilidad del gobierno si las cosas salieran mal? Por ejemplo, que los contagiados fuesen más de los indicados y ello provocara un mayor número de muertos, o que, por la incapacidad de reconocer la magnitud del problema, no se asignasen los recursos suficientes y se alcanzara un trágico resultado en el número de muertos. La respuesta es simple: la política estimará que los fallos son de la ciencia, de quienes no pudieron o no supieron identificar problemas o proveer soluciones, cuando en realidad la ciencia no pudo participar como tal, sencillamente porque era un subterfugio gubernamental para generar formas distintas o convenientes del ejercicio cotidiano del poder.
Las dudas que tuve al escribir los dos artículos señalados hace unas semanas se han ido aclarando. Con ello, mis preocupaciones iniciales también. El pasado 8 de mayo, el doctor López-Gatell dio una conferencia de prensa en lo que parecieron ser sus oficinas y que, por lo mismo, quiso ser distinta a la que todas las tardes realiza a las 19:00 horas en Palacio Nacional. El motivo de ella fue responder la información que cuatro medios internacionales habían publicado en horas recientes sobre los métodos seguidos por él y su equipo frente a la pandemia, así como el subregistro de algunas variables, destacadamente el número de personas fallecidas.
Además del cambio de escenario, en la presentación hubo otra diferencia. El exponente apareció en mangas de camisa, buscando, supongo, dar la impresión de un hombre relajado que, nuevamente, tiene el control de la situación, tanto como lo mostraba su vestir. El que no haya sido tan así lo mostró el uso de una corbata roja, de tono muy parecido al que suele usar el presidente de la República. La combinación, por lo tanto, volvió a evocar lo que trataba de superarse. No era el científico relajado y competente quien hablaba de ciencia, sino el funcionario investido de poder quien hablaba desde la sede de éste, con los tonos de la autoridad pública que lo había nombrado y a la cual se debe.
La primera parte de la exposición fue, como en otras ocasiones, más cientificista que científica. No sólo por la ya señalada ausencia de pares y posibilidades de falsación, sino por el tono de aparente control de todo cuanto está aconteciendo en la realidad. ¿Cómo quiso refutarse la crítica de los subregistros? Advirtiendo que efectivamente existen subregistros, pero que éstos no se deben al mal método utilizado, sino a la necesidad de realizar diagnósticos específicos, mismos que sólo pueden hacerse por dictaminación, y que ésta es tan precisa que toma tiempo por la composición de los grupos de expertos involucrados. Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿respecto de quién o qué va a hacerse tal diagnóstico clínico? Si es con cada uno de los cadáveres, habría que preguntar en dónde y cómo están y en qué condiciones registrados. Si es con una muestra de tejido, cuál, dónde y cómo está. Si es con los datos de un expediente clínico, es importante averiguar qué campos son los considerados y si, en su caso, los mismos pueden proporcionar la información necesaria, en caso de ausencia de cadáveres o muestras biológicas. Apelando a una jeringonza científica, las críticas a los malos números no se respondieron en sus términos, sino que nuevamente se incorporó un ejercicio, aparentemente más complejo y adecuado, que se difuminará en el tiempo y, sobre todo, en la materialidad de las cosas.
La segunda parte de la conferencia del 8 de mayo tomó un giro inesperado, al menos para mí. Ahí donde supuse que iba a escuchar datos para refutar, que al menos vería las gráficas vespertinas o algunos otros elementos semejantes, apareció un discurso por completo distinto. El científico López-Gatell ni siquiera apareció. Por lo contrario, la considerada y no explicada vigilancia epidemiológica dejó de ser el campo de la discusión científica para convertirse en el de la disputa política. Sin distinguir entre unos y otros, administradores pasados, hombres de negocios presentes y aspirantes futuros resultaron ser los impugnadores del modelo por él implementado. ¿La comprobación? La aparición coincidente y carente de rigor de los artículos publicados en cuatro medios internacionales. Paradójicamente, lo que comenzó siendo una conferencia para demostrar por qué estos impresos no tenían razones científicas para sostener lo notificado terminó demostrando que la publicación prácticamente ponía en evidencia la solidez del modelo y la exactitud de los datos.
El tercer acto fue, también, científicamente curioso. Frente a la señalada diferencia de los datos entre la Ciudad de México y los emitidos por los colaboradores del propio doctor López-Gatell, la respuesta no fue la demostración de cifras, tendencias o gráficas. Se limitó a señalar la estrecha colaboración entre las autoridades federales y las locales. La implicación que se quiso presentar era evidente: entre personas que se comunican entre sí, no pueden existir diferencias, más allá de que el tema no sea el de la calidad de las relaciones personales, sino el de los datos que se supone cada uno está en obligación de producir respecto de un fenómeno.
La conferencia del día 8 ha sido, al menos para mí, muy interesante. Me ha llevado al convencimiento de que una cosa es hacer ciencia y otra, muy distinta, hablar desde el gobierno en lenguaje científico. Las consecuencias de este proceder ya las estamos viendo y podrían ser nefastas. Por el número de personas lastimadas en su vida, en su salud y en su patrimonio. Por los dolores y las secuelas que mucho de lo no hecho, o de lo hecho mal, habrán de dejar a varias generaciones de mexicanos. Por el quebrantamiento de la economía y las posibilidades de desarrollo social y personal de varios millones de habitantes. Por la desconfianza que entre las personas provocará la ciencia, en tanto sea un campo de conocimientos incapaz de resolver problemas y, tal vez, el encauce hacia otras formas menos racionales de enfrentarlos. Por la irresponsabilidad en que se mantendrá el gobierno al poder desviar, a pesar de la manera en la que ha comprometido el quehacer científico, las malas decisiones a ese mismo quehacer.
En tiempos ordinarios es preciso diferenciar entre gobierno y ciencia. Se trata de dos maneras de estar en el mundo, comprenderlo y actuar en él. En tiempos extraordinarios, como los que sin duda nos está imponiendo la pandemia, ello es aún más necesario. La velocidad que requieren las acciones, la desesperación que suele imponerse, la trascendencia de las decisiones tomadas, todo ello lo hace imprescindible. Si el gobierno, cualquiera que sea su forma de actuación, está tratando de hacer lo que pueda al ejercer el poder, entre conservarlo y legitimarse, es a los científicos a quienes toca mantener su campo y desde él hablarle al poder. Éste buscará tener a sus científicos para que digan lo que deben decir en términos de cargos o prebendas. De esto no hay que sorprenderse. Lo que importa es lograr que cuando esos funcionarios quieran hablar como científicos, estos últimos determinen la condición del ejercicio. Hoy, ante el COVID-19, deberíamos saberlo más que nunca y actuar en consecuencia.
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