Artículo publicado en La Silla Rora el día 23 de junio del 2020.
Cuando no se puede garantizar la seguridad de los jueces, tampoco se puede garantizar que la justicia funcione.
El Juez de Distrito Uriel Villegas fue asesinado en Colima. La información periodística da cuenta de los asuntos de alto riesgo sometidos a su jurisdicción. El ministro Zaldívar al informar de la noticia en el Pleno refirió que se trataba de un crimen de Estado.
El homicidio del Juez Villegas es y debe ser tan lamentable como la de cualquier persona, como la de su esposa.
Pero tiene un significado social específico que más vale hacer notar. Matar a un juez no es solamente segar una vida humana, es también atentar contra la función que desempeña, es afectar la justicia como valor humano y como condición de una sociedad civilizada.
Un juez, una juez, es un ser humano que toma decisiones sobre conflictos de otros seres humanos. Hay una decisión, luego de un procedimiento en el que cada parte tiene la oportunidad, en igualdad de condiciones, de presentar sus pruebas, puede decir lo que piense que puede convencer al juez. En eso reside la imparcialidad.
Pero la imparcialidad no es solamente una virtud o cualidad personal es también virtud o cualidad personal, es también, marcadamente, una condición institucional. Los jueces deben ser imparciales. Si un juez no es imparcial, no solamente cometería una falta personal, sino que traicionaría una función que se le ha encomendado. Cuando un juez es parcial, cuando el Estado no puede garantizar la imparcialidad de su sistema de justicia, sencillamente se erosiona la base de legitimidad y de viabilidad de la democracia.
La administración de justicia es un derecho de las personas que, desde su propio interés, buscan una decisión que les favorezca. La administración de justicia es también un bien público que forma parte de la percepción social, de la confianza que se tiene en aquello que llamamos Poder Judicial.
Si en los tribunales las decisiones se determinan por las influencias políticas de alguna de las partes, por el poder económico, por las amenazas contra el juez. Si los jueces son influenciables por razones ajenas a las pruebas, a los argumentos que plantean las partes en el juicio y orientan sus sentencias por cuestiones extrajudiciales, el bien público se pierde.
Si el crimen organizado no se limita a amenazar, sino a cumplir sus amenazas, porque puede; si las posibles consecuencias contra quien atente contra un juez pierden su capacidad disuasiva, la justicia como bien público se pierde.
Los jueces juzgan. Los jueces no investigan, no persiguen a los delincuentes; tampoco les corresponde aprehenderlos, ni cuidan que no se fuguen de las cárceles, ni garantizar la seguridad pública de manera directa. La función estatal de impartir justicia requiere de policías, de fiscales, de cuerpos de seguridad que hagan su parte y que también posibiliten que los jueces la realicen.
Los jueces requieren de seguridad y de protección para que la imparcialidad y la objetividad de sus decisiones sea posible.
Cuando no se puede garantizar la seguridad de los jueces, tampoco se puede garantizar que la justicia funcione.
La justicia requiere que el Estado funcione.
Hay crímenes de Estado por omisión.
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