Artículo publicado en Milenio, el día 31 de agosto de 2022.
La semana pasada se incendió la pradera. Las revelaciones del caso Ayotzinapa; la vinculación a proceso del ex procurador Jesús Murillo y su injustificada prisión preventiva; la divulgación del proyecto del ministro Aguilar que podría llevar a que la Suprema Corte declare inconstitucional la prisión preventiva oficiosa.
Y sigue la mata dando. La peculiar carta del secretario de Gobernación y la consejera jurídica a los ministros de la Corte en la que “justifican” la prisión preventiva oficiosa y piden preservarla; la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso García y Reyes Alpízar vs. México (otra vez la prisión preventiva en el banquillo). Todos estos hechos, sin conexión aparente, apuntan a la misma dirección. La profunda y prolongada crisis del sistema de procuración de justicia en el país.
En esta columna lo hemos expuesto en diversas ocasiones. Ahora lo reiteramos. Mientras no exista una política sostenida y bien financiada para formar y desarrollar capacidades de investigación institucionales; ministerios públicos, policías, peritos y defensores de oficio capaces y profesionalizados; así como políticas de persecución penal coordinadas y evaluables en todo el país, seguiremos viendo crecer la estela de dolor que deja el crimen y la impunidad.
Aun suponiendo que durante las próximas semanas se pudiera resolver el caso Ayotzinapa o que se eliminara la prisión preventiva oficiosa, estaríamos muy lejos de solucionar los males de la procuración de justicia. Hemos perseverado en ver cada tema como un asunto aislado, sin entender que son parte del mismo sistema enfermo. Es creer que curando una mano el paciente de cáncer se recuperará. Para sanar necesitamos un tratamiento integral, radical y de largo plazo.
Hace 14 años se reformó la Constitución para establecer un sistema penal acusatorio que buscaba dar un horizonte diferente a la justicia penal del país. Se esperaba fortalecer la capacidad de investigación de las fiscalías y asegurar el respeto a los derechos de las personas investigadas y de las víctimas. Se creía que la oralidad agilizaría el desarrollo de los juicios. Se apostó a que un estándar relativamente sencillo para vincular a proceso permitiría tener investigaciones rigurosas bajo la supervisión de un juez de control. Se pensaba que el principio de presunción de inocencia podría modificar los incentivos institucionales para dar paso a fiscales capaces de probar técnicamente que una persona cometió un crimen. Que, en fin, la prisión preventiva fuera una medida extraordinaria y que se revirtiera la cultura que cree en la cárcel como solución.
Nada de esto ha sucedido. Y cruel paradoja, Jesús Murillo, quien ayudó a construir desde el Senado esa visión, es ahora víctima de un sistema que preserva vicios, abusos, corrupción e incapacidad institucionalizada. Mal vamos a terminar si no enmendamos pronto el camino.
Comentarios de nuestros alumnos