Artículo publicado en Gatopardo, el día 12 de noviembre del 2020.
El Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), que entró en vigor el 1 de julio de este año, no es un compendio de buenas intenciones. Sus disposiciones son obligatorias y el incumplimiento provoca consecuencias que se traducen en sanciones comerciales y demandas legales.
Los países transgresores suelen granjearse reclamos políticos e institucionales. Históricamente, distintas guerras se han activado por violaciones a tratados internacionales. Ahora, el primer ministro británico Boris Johnson está involucrado en un rifirrafe monumental con la Unión Europea por fallar a los acuerdos contraídos con motivo del Brexit.
Por su larga trayectoria como integrante del Comité de Asuntos Internacionales del Senado, Joe Biden es un experto en las relaciones políticas y comerciales con México. Sin duda, el respeto del T-MEC estará en las prioridades de su agenda presidencial.
Los compromisos del T-MEC deben honrarse, no hay vuelta de hoja. A los ojos de senadores y congresistas estadounidenses, el gobierno mexicano ha fallado de forma integral y sistemática, no solo en materia de gas y petróleo. Su cuestionamiento es estructural: insisten en que nuestro país no tiene intención de cumplirlo ni de proponer las reformas legales necesarias para implementarlo.
De su visita a Washington a principios de julio, precisamente para elogiar la entrada en vigor del tratado, el presidente López Obrador no regresó indemne. En una carta del 8 de julio de este año, ocho congresistas demócratas le expusieron “serias preocupaciones” sobre la corrupción sindical en México, el estancamiento de la reforma laboral y la reducción del 75% del presupuesto federal que ha impactado negativamente en su avance. También manifestaron su inquietud por las afectaciones de los trabajadores en la pandemia y las acusaciones penales (infundadas) en contra de la abogada Susana Prieto.
En otra carta fechada el 22 de octubre, seis senadores y 37 congresistas republicanos y demócratas urgieron al presidente Trump a que el gobierno mexicano anule prerrogativas a Pemex y CFE. La soberanía petrolera está fuera de discusión. Lo que plantean es que el trato discriminatorio hacia las empresas estadounidenses, que afecta sus inversiones por varios miles de millones de dólares, es una infracción al T-MEC.
En una última carta del 30 de octubre, el senador Ron Wyden, líder de la bancada demócrata en el Comité de Finanzas de la Cámara de Senadores, reclamó a Trump la falta de acciones en contra de México por infringir obligaciones específicas en temas laborales, integración regional automotriz, reformas anticorrupción, denominación de quesos y productos lácteos, y regulación de equipo biotecnológico.
Los reclamos no son menores. Implican que nuestro país ha tomado a la ligera los acuerdos del T-MEC, el cual, paradójicamente, ha sido enarbolado por AMLO como bandera del desarrollo económico y la generación de empleos. Las tres cartas insinúan que deben aplicarse sanciones comerciales y apremian al presidente de los EE. UU. a iniciar acciones políticas y diplomáticas en contra de nuestro país.
Las acusaciones en contra de nuestro país son directas y razonables. Las cartas evidencian que el establishment norteamericano ha movido sus piezas. Ciertamente, las empresas afectadas pueden iniciar los mecanismos de solución de controversias del acuerdo; pero eso nada tiene de extraordinario. A la hora de defender sus intereses, sus colores no son el rojo del partido Republicano ni el azul del Demócrata. Solo reconocen el verde de los billetes de dólar.
Es improbable que los inversionistas renuncien a las ganancias esperadas por el T-MEC, y menos que permanezcan impávidos ante pérdidas multimillonarias por forcejeos con el gobierno de México. En el tema petrolero, el argumento de AMLO es que «el apoyo dado a las dos empresas productivas del Estado no viola ningún acuerdo y se hace dentro de los márgenes de la ley». Se puede calificar a los gringos como capitalistas voraces, pero fue el propio presidente quien impulsó el tratado y su aprobación por la Cámara de Senadores. El culmen fue el encuentro con Trump.
Un hecho que destaca es que dos de las cartas se enviaron días antes de las elecciones del 3 de noviembre, lo que evidencia que, al margen de vaivenes políticos, el nuevo tratado es prioritario para el Congreso de Estados Unidos. Es previsible que, en cuanto se calmen las aguas en ese país, las presiones sobre México se intensificarán. El gobierno de López Obrador quedará con poco margen para esquivar los deberes del T-MEC. Si en tiempos electorales los congresistas y senadores se dieron espacio para presionar a Trump, es de esperarse que el asedio crezca cuando el próximo presidente de Estados Unidos entre en labores.
La seguridad jurídica es un presupuesto exigido por los gobiernos firmantes. México se comprometió a desarrollar políticas públicas para “poner el piso parejo” en las relaciones comerciales e impedir acciones discriminatorias a la inversión extranjera. La dinámica empresarial y la generación de empleos depende de que Estados Unidos y Canadá no se sientan amenazados.
El presidente López Obrador tuvo que haber negociado sus convicciones con anterioridad a la vigencia del T-MEC. Estados Unidos lo hizo: después de firmada una primera versión del documento, el Partido Demócrata exigió modificaciones al texto en materia laboral. Su violación, por cierto, fue objeto de reclamo en dos de las cartas.
Los inversionistas extranjeros, lógicamente, están dispuestos a tomar riesgos en la medida en que México respete las obligaciones del tratado. Ahora ya es tarde para escaquearse.
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