Artículo publicado en el periódico Milenio, el día 23 de diciembre del 2020.
Sergio López Ayllón y Javier Martín Reyes
La azarosa evolución del sistema electoral mexicano generó un peculiar diseño institucional. La organización de las elecciones quedó en manos de un órgano constitucional autónomo, el Instituto Nacional Electoral (INE). Y, para garantizar tanto derechos políticos como la constitucionalidad de sus actuaciones, se creó una jurisdicción especializada cuya última instancia es la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), una “corte suprema” en materia electoral.
Este diseño tiene sus pros y sus contras. Una jurisdicción separada de la ordinaria puede ser una buena idea para generar certidumbre en las reglas del juego. Pero también sucede que, justamente por su carácter especializado, estos tribunales pueden ser poco deferentes y caer en la tentación de suplantar las decisiones del órgano técnico. Si a ello sumamos que la materia electoral es el lugar de encuentro privilegiado entre el derecho y la política, la tentación de decidir con base en razones políticas (y no jurídicas) es mayor.
La historia del TEPJF ilustra bien estas tensiones. Así lo han documentado dos obras académicas: Democracia sin garantes (2009) que muestra cómo los jueces electorales pusieron en jaque aspectos medulares de la reforma constitucional de 2007 (http://ru.juridicas.unam.mx/xmlui/handle/123456789/11589), mientras que La (in)justicia electoral a examen (2016) puso la lupa en sentencias que debilitaron y pusieron en riesgo al entramado electoral (http://ru.juridicas.unam.mx/xmlui/handle/123456789/13132).
Lamentablemente, la situación se ha agravado durante los últimos años. A partir de la integración de 2016, la Sala Superior ha dictado sentencias insostenibles en términos jurídicos y que —por casualidad o causalidad— suelen beneficiar a los partidos mayoritarios. Así, la justicia electoral se ha comportado como agente del poder en turno.
Los jueces electorales que subieron a El Bronco a la boleta, que se negaron a anular la elección de Coahuila y que echaron por tierra los lineamientos de cancha pareja son los mismos que, después de la elección de 2018, invalidaron la multa millonaria del #Morenagate, que han permitido la intervención de López Obrador en las elecciones, que fueron incapaces de definir con claridad las reglas de paridad de género y que aplicaron criterios inconsistentes para dejar fuera a México Libre y para otorgar el registro a los nuevos aliados de Morena.
Lo más preocupante es, sin duda, el futuro. En 2021 tendremos el proceso electoral más grande en la historia de la democracia mexicana. Y, por desgracia, llegaremos a esta cita con un Tribunal Electoral en el que la línea política ha desplazado a la racionalidad jurídica. Si no se corrige el rumbo, podríamos estar en el umbral de un desastre electoral de proporciones mayúsculas.
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