Artículo publicado en Milenio, el día 14 de septiembre de 2022.
Durante las últimas semanas, los temas jurídicos tuvieron un lugar protagónico en la agenda. En estas líneas pretendo alejarme de la coyuntura. Intentaré un análisis con cierta distancia. La idea que pongo en la mesa es que hay un cambio en los factores reales de poder que nos aproxima a una nueva Constitución fáctica. En ella, el poder presidencial se concentra y se apoya en un nuevo actor político: las fuerzas armadas.
La presidencia de López Obrador puede ser analizada desde el populismo. Éste es un fenómeno complejo y difícil de delinear, pero no es un hecho aislado ni una singularidad mexicana. Es el resultado de un conjunto de factores que se dan a escala global y que responden a las condiciones específicas de cada país. Entre otros, podemos señalar: la crisis generada por la incapacidad de los partidos políticos tradicionales de representar los intereses de los ciudadanos; el desencanto en la política; la corrupción y las violencias; el estancamiento económico, la desigualdad, la exclusión y la concentración de la riqueza; y la enorme brecha entre la promesa constitucional de los derechos frente a una cruda realidad que los desconoce.
A través de la vía electoral, en México se ha instalado un gobierno que comparte características propias de los populismos. Entre otras, un estilo de comunicación personalísimo del presidente con su interlocutor que es “el pueblo”; soluciones sencillas a problemas complejos; una retórica nacionalista asociada a una reinterpretación de la historia; la desconfianza y el desmantelamiento de las instituciones; y una captura progresiva de los poderes Legislativo y Judicial, de los medios y de organizaciones sociales y educativas.
Hay que reconocer que, más allá de los personajes y las circunstancias, existe una tensión estructural entre la lógica populista del ejercicio de poder y los presupuestos y principios del Estado constitucional de derecho; entre el principio de legalidad y el ejercicio discrecional del poder; entre la división de poderes y la prevalencia del Ejecutivo; entre los derechos que dan poder a ciudadanos y las prebendas que someten y crean obediencia.
El último acto de esta ruta fue la aprobación de las reformas que militarizan a la Guardia Nacional. No tengo duda que son inconstitucionales. La Suprema Corte tendrá que decidir, pero llevará tiempo y experimentará fuertes presiones. Pero el problema está en otra parte. Se trata de una decisión presidencial que transfiere a las Fuerzas Armadas la política de seguridad pública, y con ella los recursos y el poder que conlleva en todo el país. Así, gradualmente se ha recreado un nuevo poder para el Ejército, antes constitucionalmente acotado. Ahora servirá de apoyo para asegurar la transmisión del legado presidencial y será una voz que sin duda pesará. Y, así, tendremos en los hechos una nueva Constitución.
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