Artículo publicado en el periódico El Universal, el día 20 de octubre del 2020.
La novela “Patria” de Fernando Aramburu es un largo relato de las muchas implicaciones de la ETA en el País Vasco. De ella hice una reseña para demostrar que, en muchas ocasiones, ni el derecho ni sus procesos judiciales pueden resolver los más apremiantes conflictos que los seres humanos enfrentamos en nuestras vidas. Por ejemplo, los que las dos protagonistas de ese libro, Bittori y Miren, tenían entre sí, sus familias y la sociedad de su tiempo. En la serie que HBO produjo de la novela de Aramburu, hay un aspecto del capítulo 3 que conviene reflexionar a la luz de los días que en nuestro país corren.
A Txato, esposo de Bittori, la ETA le exige pagos crecientes para contribuir a la liberación de Euskai Herria. Resultado de varios malentendidos, una mañana aparecen numerosas pintas en las paredes de su pueblo diciendo “Txato Txibato”. El hecho provoca el inmediato y radical alejamiento de toda la comunidad hacia Txato y su familia. Los amigos del hombre le niegan el saludo, los comerciantes dejan de venderles y, más dramáticamente, las antiguas y constantes amistades se disuelven. El mecanismo social utilizado prescinde con facilidad de los comportamientos históricos de los individuos y, por el contrario, únicamente se concentra en la adopción o el rechazo a lo abertzale. Se está con ella o se está en contra de ella. Ni en la novela ni en la serie quedan evidenciadas las razones del silencio. ¿Es el temor a ser castigado por el mantenimiento de ciertos vínculos? ¿Es por la convicción de la validez de las tesis separatistas? O más mundanamente, ¿es la envidia provocada por la riqueza de un empresario medio, querido y reconocido? Lo único evidente es la muerte civil del Txato y de su familia.
Ni en la novela ni en la serie tampoco se esclarece quiénes hicieron las pintas ni sus motivos. El anonimato de las acusaciones y lo infundado de ellas es estremecedor. Basta lo escrito por alguien en algunas paredes para iniciar un cambio de vida de toda una comunidad. Nadie quiso averiguar de dónde o por qué se habían hecho los señalamientos. Menos aún su veracidad. Lo único importante fue el hecho mismo. El señalamiento apelaba, sin decirlo, a la necesidad de abrazar a la patria única y verdadera. A rechazar, sin más, a todo lo que no quedara comprendido en ella.
En estos días las cosas comienzan a ser como entonces. En nuestros espacios públicos hay señalamientos que buscan forzarnos a tomar partido. No se llevan a cabo mediante pintas, sino con las palabras en discursos públicos. De un lado están las del Presidente de la República, las de sus agencias y las de sus redes; del otro, las que sin más rechazan no solo a lo hecho por el gobierno y su movimiento, sino a quienes constituyen uno y otro. Unos y otros quieren forzarnos a tomar partido de una vez y para siempre. Sin matices, sin disensos. Como si solo hubiera una totalidad absoluta, esférica y perfecta. Como si, en la novela de Aramburu, solo fuera posible admitir una sola y definitiva patria.
Con el pasar de los días, estamos dejando de preguntarnos por la validez de los mensajes, por su fuente y por sus implicaciones. Únicamente está prevaleciendo la condición de los emisores. No estamos lejos de llegar a un punto en el que las pintas sean suficientes para producir muertes civiles. Antes de que ocurra, preguntémonos si solo hay una patria posible. Si todo y todos debemos quedar reducidos y enfrentados por las palabras de quienes, desde luego, no somos nosotros mismos.
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