Artículo publicado en el periódico Milenio el día 8 de julio del 2020.
SERGIO LÓPEZ AYLLÓN, Director e investigador del Cide
ISSA LUNA PLA, Investigadora de la UNAM
Pocos derechos son tan fundamentales para la democracia como la libertad de expresión. Paradójicamente, pocos enfrentan tantos cambios y amenazas.
La lista de agravios es larga: el terrible silencio de los periodistas asesinados; la autocensura de los sobrevivientes; el ataque o las amenazas a los medios de comunicación; los intentos, desde el gobierno, de controlar a los medios; o las demandas de “daño moral” contra voces críticas que osan cuestionar al poder.
Junto con lo anterior, han surgido nuevos fenómenos y prácticas. El diálogo informado se degrada, la crítica se banaliza y desprecia, y se incide en el espacio público para polarizar ideas y sentimientos. Uno de los problemas más visibles es el lugar dominante que ocupa el discurso presidencial.
Con frecuencia inusitada, el presidente de México ha utilizado su posición de poder para descalificar en las conferencias “mañaneras” a medios, periodistas y líderes de opinión. Se ha dicho que ejerce su “derecho de réplica”, que se trata de un “diálogo circular” o del ejercicio del “derecho a la información”. Todos estos argumentos son falaces. El presidente, cuando habla desde Palacio Nacional, lo hace con toda la investidura presidencial, y se olvida que, por su condición de autoridad, no ejerce la libertad de expresión, sino que cumple con su deber de informar.
Pero ese discurso público tiene consecuencias. La primera es un efecto inhibitorio equiparable a la censura. Cierto, no constituye una acción que limite directamente la libertad de expresión. Pero, de manera indirecta, genera que los destinatarios moderen o eliminen la crítica, por temor a las potenciales represalias, o por resentir el efecto de las “mañaneras” en las redes sociales artificialmente orientadas.
En efecto, existe evidencia de que desde el gobierno se orquestan acciones en redes sociales en torno a temas específicos que inhiben y dividen los mensajes alrededor de una idea hasta aniquilarla virtualmente. Esta estrategia, lejos de promover la tolerancia y el respeto propio de la democracia, genera potencialmente violencia. Esta es la segunda consecuencia que preocupa. Un discurso que polariza, intimida y estigmatiza se asemeja, por sus características y efectos, al discurso de odio.
Los límites al discurso desde el poder son una pieza faltante en la construcción constitucional de la libertad de expresión. Un poder que renuncia a su obligación de protegerla y que se apropia del discurso público, amenaza la libertad y la democracia misma. Urge una reflexión profunda que revitalice el sentido de esta libertad en tiempos de redes y presidencialismo, así como sus mecanismos de defensa y límites, si es que queremos preservar el derecho de expresar, con libertad, la disidencia.
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