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El estado mexicano y las personas desaparecidas

Familiares de personas desaparecidas se abrazan durante una protesta en Guadalajara, el 10 de mayo de 2022.FRANCISCO GUASCO (EFE)

Artículo publicado en El País, el día 10 de octubre de 2023.

Apenas ayer, Quinto Elemento Lab publicó el reportaje de Efraín Tzuc sobre las desapariciones y las fosas clandestinas en México. Las primeras superan ya las 111 mil 500 personas, y las segundas alcanzan el número de 5 mil 696. Los de por sí gravísimos datos del estudio muestran una tendencia a la alza en el actual sexenio. Igualmente es dramático el bajo número de personas desaparecidas que se localizaron e identificaron.

Con los números acumulados se han hecho varias cosas a partir de la despersonalización de los seres humanos así nominados. Se han comparado tasas de crecimiento por año, o contrastado el número de personas desaparecidas en cada uno de los últimos tres períodos presidenciales. La realización del primer ejercicio comparativo busca relativizar el fenómeno, mientras que el segundo pretende salvar el presente, denigrando el pasado. En cualquier caso, los juegos numéricos no sólo se han constituido en distractores de la gravedad de lo que estamos viviendo tanto individual como colectivamente, sino que han logrado reducir parte del fenómeno a una macabra numeralia. Las personas desaparecidas, las localizadas y las identificadas son números para la autocomplacencia de un régimen de gobierno o de satisfacción frente a los antecesores y su ominoso actuar.

En todo lo que está sucediendo hay varios aspectos que debemos volver a resaltar. Por una parte está, desde luego, el de la gravísima reducción de una tragedia nacional a meros números. Este proceder deshumanizante se parece mucho a lo relatado por Sebastián Haffner en su “Historia de un alemán”. Una situación en la que, según narra la guerra, se redujo a la expresión numérica de avances, muertos, armas destruidas y otras consideraciones semejantes que, a su juicio, prepararon parte de la psicología de quienes vivieron la “guerra del 14”, para lo que unos años después habría de sobrevenir como proceso y como necesidad totalitaria.

Otro aspecto al que convoca la numeración de personas desaparecidas y fosas clandestinas tiene que ver con la manera en que las autoridades están contendiendo con el fenómeno. Sin exigirles altísimos y excepcionales niveles de eficacia, es posible suponer que, con los seis años del periodo de Felipe Calderón, los seis de Enrique Peña Nieto y los cinco de Andrés Manuel López Obrador, las autoridades nacionales tendrían experiencia y capacidad para enfrentar las prácticas acumuladas en esos casi diecisiete años. Sin embargo, lejos de encontrar esos avances o, al menos, indicios de operatividad, observamos las mismas ausencias, desatinos y prácticas presentes al inicio de las propias desapariciones.

La estática gubernamental apreciable en prácticamente todos los niveles de nuestro estado federal nos obliga a mirar las cosas de un modo distinto, y preguntarnos —además de cuestionarnos por la alienación impuesta en o por la numerología— por las causas del mantenimiento de las omisiones e incapacidades. Lo que es lo mismo, por las causas de la imposibilidad de acumular experiencia y talento en una tarea humana que todos —al menos retóricamente— consideramos esencial para no diluir nuestra humanidad ni nuestro sentido de colectividad.

Las hipótesis que hasta hoy se han formulado para explicar la falta de resultados respecto de los desaparecidos, así como las causas que los provocan —ahí donde vagamente o con poco énfasis se han producido—, han tenido que ver con la crueldad de los perpetradores, la culpa de las víctimas por la generalización de los fenómenos violentos en el país. Además, evidentemente tienen relación con una amplísima y, por ende, poco útil apelación a la falta del Estado de derecho. Lo que llama la atención es que las explicaciones no se refieren a las incapacidades institucionales del Estado mexicano, no ya como posible perpetrador o aliado de perpetradores, sino como entidad encargada de resolver los problemas generados. Planteado el tema a modo de pregunta, ¿cómo explicamos la incapacidad de las autoridades nacionales para resolver un fenómeno extendido en el tiempo y en el territorio? Más allá de delitos y de delincuentes o de la connivencia entre ellos y las autoridades, ¿cómo explicar la falta de adquisición de capacidades institucionales para localizar e identificar personas desaparecidas y trabajar en fosas comunes?

Mis preguntas no se refieren aquí a la prevención de los actos delictivos o al castigo de los responsables. De un modo más básico —pero no por ello menos trágico—pregunto por la imposibilidad de actuación sobre las víctimas que hayan sufrido algún tipo de injusticia, una vez que ésta se ha llevado a cabo. Independientemente de la realización de las acciones criminales, ¿por qué las autoridades no son capaces de hacerse cargo de los efectos de los delitos que se cometen?

Aun cuando la respuesta puntual a esta pregunta implica aspectos organizacionales, presupuestales, técnicos y de otras índoles, hay un elemento que puede dar cuenta de la ausencia de capacidades a lo largo del tiempo. La clave está en lo que Marcela Turati describe en su libro “San Fernando: última parada” (Aguilar, 2023). No me refiero a la información terrible de los hechos que dieron lugar a la muerte, desaparición o tortura de diversas personas en manos de criminales en ese Municipio tamaulipeco. Tampoco aludo a los múltiples relatos acerca del apoyo que los perpetradores recibieron de diversas fuerzas de seguridad federales y locales. Me refiero a la manera en la que las autoridades de los tres niveles de gobierno actuaron o dejaron de actuar una vez que las desapariciones, las torturas y las muertes se habían producido.

Lo que Marcela Turati narra es el papeleo entre autoridades municipales, estatales y federales. Describe cómo el actuar estatal se redujo al mero envío de papeles ineficientes, de un lugar a otro, de unas manos a otras, a sabiendas de que nada de ello habría de tener sentido para la tarea de búsqueda y localización. La repetición del mismo oficio para destinatarios distintos, la espera de la consabida respuesta seguida de un conjunto de pasos reiterados y reiterativos en las mismas direcciones de ida y vuelta, encapsularon el horizonte de posibilidades y capacidades funcionales de las autoridades inmersas en la búsqueda.

Vistas con alguna perspectiva, en estas actuaciones hay varias pistas para reconocer el hilo conductor que hilvana, si no de la totalidad, sí al menos de una parte importante de las acciones realizadas por el Estado sobre las personas desaparecidas. Se trata de la mera administración del problema para quitarle esta categoría y para convertirlo en un tema de mera operación cotidiana, constante y regular. Por imposición delictiva, corrupción adquirida, temores reverenciales o pura pasividad, la búsqueda y localización ha transmutado su sentido de búsqueda y localización para convertirse en pura administración de trámites. En un ir y venir de papeles, llamadas o correos electrónicos, encaminados a mostrar un hacer que, de suyo, es independiente de lo que en algún momento se quiso lograr.

El Estado mexicano ha llegado a un punto en materia de desapariciones forzadas en donde su objetivo es administrar la mayor crisis civilizatoria de varias generaciones. Ante la imposibilidad de reconocer —y de reconocerse a sí mismas— que las autoridades nacionales están subordinadas a la delincuencia o, de plano, trabajan para ella, han optado por evadirse en la circulación de papeles de búsqueda y localización, bajo la coartada de que ello es, en sí mismo, búsqueda y localización. Han asumido que de ese trajín resultará, algún día y simultáneamente, algo de eficacia funcional, sin evidenciar al mismo tiempo los compromisos con o las subordinaciones a quienes ya están comprometidos o subordinados.

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