Artículo publicado en El País, el día 24 de octubre de 2023.
José Ramón Cossío Díaz
De manera no tan retórica, el presidente López Obrador se preguntó recientemente por aquello que el poder judicial había hecho por el pueblo de México. En el mismo tono se respondió a sí mismo que esto ha sido muy poco o prácticamente nada. Más allá de lo anecdótico que pueda parecer una afirmación insertada en el copioso y confuso devenir de las palabras presidenciales, lo cierto es que hay un rasgo o sesgo que de esos dichos debemos recuperar.
Cuando el presidente afirma que el poder judicial no ha hecho mucho o nada por el pueblo, desde luego está introduciendo una descalificación a las personas que han desempeñado y desempeñan la función jurisdiccional en nuestro país. El destinatario directo de estas afirmaciones son aquellos funcionarios que cotidianamente resuelven conflictos entre particulares o entre éstos y el Estado. Si a los señalamientos estrictamente subjetivos se les acompaña de críticas relativas a su honestidad, profesionalismo o vinculación con cierto tipo de causas sociales proclamadas por el presidente, resulta entonces que la negativa labor de esos funcionarios queda explicada en la lógica presidencial por los vicios personales, más que por las condiciones de funcionamiento del sistema judicial mismo. Sin embargo, el razonamiento descalificador no se queda ahí ni, mucho menos, se constituye en un problema exclusivo de las personas que, en la narrativa presidencial, han venido actuando en las condiciones caricaturizadas de sus dichos.
La implicación del mal actuar de los juzgadores nacionales que ha hecho el presidente deja abierta una dimensión o esfera distinta que, desde luego, trasciende a las meras condiciones subjetivas u operativas del sistema de justicia. Si, como supone el presidente, el actuar judicial está podrido prácticamente en su totalidad, ¿a quién corresponde hacer justicia para ese pueblo que legítimamente la reclama? Si no son los jueces quiénes pueden reparar las injusticias de una sociedad como la nuestra, ¿a quién le toca hacer justicia? Este es el verdadero ángulo de los señalamientos del presidente. La crítica a los jueces no busca descalificarlos en lo individual o inclusive como gremio, sino que pretende destruir a la función misma con la esperanza de que el crítico se convierta en el juzgador que repare las injusticias ancestrales de la población mexicana.
López Obrador pretende, en su carácter de presidente de la República, constituirse también como el líder moral de una nación entera, así como en la autoridad suprema de justicia. En el personaje capaz de resolver mediante su palabra las más complejas disputas de los habitantes del territorio nacional, en sustitución de sus jueces, magistrados y ministros. Mientras estos tienen que regirse por reglas procesales y mandatos sustantivos, quien aspira a ser “juez supremo de la nación” puede obviar estos requerimientos para juzgar y condenar a quienes, conforme a sus propias normas, se aparten del camino por él trazado.
La cuestión que aquí es necesaria considerar tiene dos aspectos. Por una parte, está el tema de la inmensa tarea de hacer justicia. Para darle magnitud, pensemos en el número de asuntos que a diario se judicializan, para bien y para mal, en todo el país. La cantidad enorme de litigios que día a día se promueven para resolver conflictos penales, civiles, laborales, familiares, agrarios y muchos otros, en todas las instancias judiciales federales y locales. Sin exagerar, se trata de millones de casos en los que se resuelven conflictos materiales de muy diverso matiz, en un momento particularmente violento de la vida nacional. Es completamente ficticio suponer que, quien denuesta a los juzgadores, tenga la misma capacidad de asumir tal tarea de algún modo, así sea aproximado.
Este primer aspecto conduce irremediablemente al segundo, a mi parecer, aún más grave. Adicionalmente a la imposibilidad de llevar a cabo las tareas que sí realizan quienes son ofendidos y calificados, está el problema de saber a dónde acudirán quienes tengan que resolver sus conflictos mediante litigios, cuando es el propio presidente de la República quien invalida con sus palabras diarias a los actores y a los espacios en los que normalmente debían solucionarse. ¿A quién, en su sano juicio, se le ocurriría ir a un lugar presentado por el presidente como siniestro, corrupto o inútil? Cuando el presidente de la República critica a los jueces y a su función, no solo incurre en el gravísimo pecado de suponerse a sí mismo “juez supremo de la nación”, sino más grave aún, cancela las posibilidades de que quienes llevan una vida ordinaria y tienen que solucionar sus conflictos, enfrenten el predicamento de hacerlo.
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