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Artículo publicado en El Universal, el día 14 de junio de 2022.

La crisis de seguridad ha dado lugar a varias formas de violencia. Por su magnitud y visibilidad, solemos enfocarnos en la que proviene de los delincuentes por sus armas, despliegues y retos a las fuerzas estatales. Tanto, que han terminado por parecer únicas o, al menos, preponderantes. Sin embargo, existen otras formas de violencia que, pese a que ya tienen asentamiento, no alcanzan a ocupar la misma atención.

A nadie escapa que los integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad ejercen sus propias formas de violencia. No me refiero a la que legítimamente desempeñan como aplicación del orden jurídico-democrático. Aludo a la que se ejecuta al combatir ilícitos o enfrentar oponentes fuera de las normas jurídicas mediante: torturas, desapariciones o ejecuciones. Sin justificarlas, su actuar fuera del derecho se explica por la representación de que están librando una batalla en la que no deben seguirse reglas. Aun cuando la violencia de las “fuerzas del orden” contra los delincuentes está documentada, sigue habiendo espacios muy amplios de oscuridad. Sobre todo, en lo que tiene que ver con sus dinámicas, causas y alcances.

Más allá de estas ausencias, en donde estamos prácticamente a ciegas es en el conocimiento y valoración de las formas de lucha de quienes no están adscritos a la delincuencia ni al Estado. ¿Cómo resiste o enfrenta la población la crisis de violencia del país? ¿Qué formas ha adoptado –o pretendido adoptar— para protegerse de las violencias del Estado o de los delincuentes? Esta pregunta es importante. Mucho de lo que en el país acontezca en las próximas décadas tendrá que ver con ella. ¿Los ciudadanos mantendrán actuaciones individualizadas y aisladas? ¿Se resignarán a acotar sus espacios vitales en espera de que algo o alguien les resuelva las cosas? O, por el contrario, ¿formarán –y por quién—grupos de autodefensa ciudadana o constituirán guardias blancas o comandos paramilitares? En su caso, ¿los grupos constituidos serán para defensa o para ataques abiertos? ¿De dónde provendrá el financiamiento? ¿Bajo qué ideología constituirán su causa? ¿Cuáles serán los mecanismos de vinculación con la población, entre grupos y con las autoridades, los militares y los delincuentes?

Hasta ahora, las expresiones de la resistencia básicamente han sido de tres tipos. En primer lugar, mediante autodefensa. Grupos armados de repulsa que, al actuar en condiciones de ilicitud semejantes a las de quienes combaten, están en enorme desventaja operativa. En segundo lugar, mediante las invocaciones a la victimización, siempre a la espera de ser rescatados por quienes –por acción u omisión— les infligen una parte de los daños que reciben. En tercer lugar, mediante la actualización de resistencias civiles frente a la autoridad, esperando respuestas y soluciones.

Este tercer elemento está en expansión. Los bloqueos carreteros de los últimos meses lo evidencian. Lo notable del asunto es la resistencia civil para exigir acciones gubernamentales frente a la delincuencia a sabiendas de que, en buena medida, el primero está rebasado o en contubernio con la causa de los males poblacionales. En los próximos años veremos cuál es la dinámica de actuación de las tres fuerzas que confluyen en la violencia que vivimos. En el factor de la población se encuentra –para bien y para mal— el elemento menos conocido de intervención. Por ello, es importante no perder de vista las maneras en las que habrán de organizarse las poblaciones que se sienten agredidas por los delincuentes y desprotegidas –sino de plano abandonadas por el Estado—.

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